La Cenicienta
Hubo una vez, hace mucho tiempo, una joven muy bella que se llamaba Cenicienta, tenía el cabello rojo, largo y ojos verdes; era inteligente, amable y le encantaba contar chistes, pero era muy infeliz. Su padre y su madre habían muerto y vivía con su madrastra y dos hermanastras. Aunque todas ellas vivían en una casa grande, en realidad eran bastante pobres.
La madrastra quería que una de sus hijas se casara con un hombre rico, así ya no serían pobres, pero las hermanastras de Cenicienta no eran tan guapas como ella, ni tan amables, ni tan divertidas.
Los hombres que venían a la casa siempre se enamoraban de Cenicienta de inmediato y nunca miraban a las hermanastras, eso frustró a la madrastra, así que ordenó a Cenicienta a que hiciera todas las tareas de la casa.
“¡Limpia la cocina!” le exigió la madrastra.
“¡Cocina nuestra cena!”
“¡Pon en orden nuestros dormitorios!”
“¡Limpia las ventanas!”
“¡Limpia el baño!”
“¡Rápido! ¡Apúrate!”
La madrastra quería que Cenicienta se sintiera miserable. Las hermanastras tenían hermosos vestidos y zapatos, pero el vestido de Cenicienta estaba hecho de harapos viejos; ellas siempre comían los platillos más deliciosos, pero Cenicienta siempre comía las sobras; también dormían en camas cómodas en sus propios dormitorios, pero Cenicienta dormía en una cama de paja en el piso de la cocina.
Los animales eran los únicos amigos de Cenicienta. Por la noche, ella se sentaba junto a la chimenea en la cocina, contaba chistes a la familia de ratones que vivía en la pared y hablaba con el gato.
“Un día mejorarán las cosas”, le dijo ella al gato.
“Miau…” respondió el gato.
Un día, mientras Cenicienta estaba en el jardín llegó una carta a la casa, era una invitación al baile de verano del rey. La madrastra y las hermanastras de Cenicienta estaban muy entusiasmadas.
“¡El príncipe estará allí!”
“¡Él es muy guapo!”
“¡Él es muy rico!”
“¡Él necesita una esposa!”
Las hermanastras pasaron semanas preparándose para el baile; compraron vestidos, zapatos y bolsos nuevos. El día del baile, Cenicienta las ayudó a ponerse sus vestidos y a arreglarse sus cabellos.
“¡Oh, tengo una magnífica idea!” exclamó la hermanastra menor. “¡Cenicienta, ven al baile con nosotras! ¡Será más divertido si tú estás allí!”
“Oh, pero no tienes nada que ponerte…” rió la hermanastra mayor. “No puedes conocer al príncipe llevando puesta esa ropa sucia y vieja. ¡Qué lástima! Quizás la próxima vez”.
Cenicienta intentó no llorar; terminó de vestir a sus hermanas y luego bajó a la cocina.
“Un día mejorarán las cosas”, le dijo ella al gato.
“Miau…” respondió el gato.
Justo entonces, hubo un destello de luz y una anciana apareció en el rincón de la cocina.
“¿Quién… quién es usted?” dijo Cenicienta.
“Soy tu hada madrina”, dijo la anciana. “Tú eres huérfana y todos los huérfanos tienen hadas madrinas”.
El hada madrina acarició al gato.
“Este gato me cuenta lo amable que eres y como siempre deseas que las cosas mejoren algún día, hoy es ese día Cenicienta. Vas a ir al baile del rey. ¡Tráeme una calabaza!”
Cenicienta corrió al jardín y cogió una gran calabaza; el hada madrina tocó la calabaza con su varita mágica y se convirtió en una carroza de oro.
“¡Vengan acá, ratoncitos!” les dijo a los ratones de la pared. De nuevo, hizo un movimiento con su varita y los ratones se convirtieron en seis hermosos caballos para jalar la carroza.
“¡Pero no tengo vestido!” dijo Cenicienta.
“Quédate quieta”, dijo el hada madrina. De nuevo hizo un movimiento con la varita y el vestido sucio de Cenicienta se convirtió en un vestido plateado espectacular, dos bellos zapatos de cristal aparecieron en los pies de Cenicienta.
“Ahora, ¡ve al baile!” dijo el hada madrina. “¡Pero debes estar en casa a la medianoche! Cuando el reloj marque las doce, tu vestido se convertirá de nuevo en harapos y tu carroza se convertirá de nuevo en una calabaza. ¡Diviértete!”
Con otro destello de luz, el hada madrina desapareció.
“¡Voy a ir al baile!” dijo Cenicienta.
“Miau…” dijo el gato.
En el baile del rey, el príncipe estaba muy aburrido, se sentía como si hubiera bailado con todas las jóvenes del reino. Todas las mujeres vestían hermosos vestidos, pero ninguna de las mujeres era interesante; ninguna de ellas entendía sus chistes.
El príncipe había acabado de bailar con una de las hermanastras de Cenicienta cuando la sala repentinamente se quedó en silencio; todo el mundo se volvió para mirar mientras la joven más hermosa entraba caminando por la puerta, ella tenía el cabello rojo, largo y ojos verdes y bondadosos; su vestido era plateado, sus zapatos brillaban como si estuvieran hechos de cristal; era Cenicienta, pero nadie la reconoció. ¡Ni siquiera su madrastra ni sus hermanastras!
El príncipe se quedó boquiabierto, él nunca había visto a una mujer tan bella como Cenicienta; le pidió que bailase con él; ellos bailaron juntos toda la noche. El príncipe pensó que Cenicienta era bella pero también amable, inteligente y divertida; ella se reía de sus chistes y él se reía de los chistes de ella.
Y de repente, ¡el reloj empezó a dar las campanadas de la medianoche! Dong… dong… dong…
“¡Oh, no! ¡Me tengo que ir!” dijo sorprendida Cenicienta y salió corriendo del salón de baile.
“¡No te vayas! ¡Ni siquiera sé tu nombre!” gritó el príncipe, pero Cenicienta ya se había ido.
Cenicienta huyó del palacio tan rápido que perdió uno de sus zapatos de cristal en las escaleras; cuando llegó al pie de las escaleras, — ¡DONG! — El reloj terminó de dar las doce campanadas de la medianoche.
El hermoso vestido de Cenicienta se convirtió de nuevo en harapos y su carroza de oro se convirtió de nuevo en una calabaza.
“Ay”, dijo Cenicienta.
Pasaron tres semanas. El príncipe no podía dormir; no podía dejar de pensar en la hermosa joven del baile. Él esperaba que ella regresara al palacio, pero no llegó; esperaba que enviara una carta, pero no llegó ninguna carta.
Finalmente, le dio el zapato de cristal a un mensajero confiable y le ordenó que visitara todas las casas del reino.
“¡Encuentra a la chica a la que le pertenece este zapato y tráemela!”
El mensajero visitó cientos de casas. En toda casa, las mujeres afirmaban que el zapato de cristal era suyo, pero cuando se lo probaban, sus pies eran demasiado grandes o demasiado pequeños.
Finalmente, el mensajero llegó a la casa de Cenicienta. La madrastra de Cenicienta respondió a la puerta.
“¡Por supuesto! ¡Por supuesto! ¡Entre usted!”
Ella condujo al mensajero al comedor donde esperaban las dos hermanastras.
La hermana mayor dijo: “¡Gracias a Dios! ¡Ese es mi zapato!” Pero cuando se probó el zapato, su pie era demasiado ancho.
La hermana menor dijo: “Hermana tonta… no es tu zapato, ¡es mi zapato!” Pero cuando se probó el zapato, su pie era demasiado pequeño.
La madrastra dijo: “Quítense de en medio, chicas, no es su zapato. ¡Es MI zapato!” Y se lo probó pero su pie era demasiado grande.
Entonces el mensajero preguntó: “¿Hay otras mujeres en esta casa?”
“Nadie sino nuestra sirvienta y el zapato, ciertamente, no es de ella…” dijo la madrastra.
“Toda mujer debe probarse el zapato”, insistió el mensajero.
Cuando Cenicienta llegó al comedor, llevaba puestos sus harapos habituales; metió su pie sucio dentro del zapato de cristal y… ¡asombroso! No era demasiado ancho, no era demasiado grande, ¡encajaba perfectamente!
En voz baja, ella dijo: “Es mi zapato”.
“Por favor, venga conmigo”, dijo el mensajero.
Cenicienta fue llevada al palacio para reunirse con el príncipe. Ella todavía llevaba puesto su viejo y sucio vestido, sus brazos, piernas y rostro estaban sucios; ella miraba al suelo, porque se sentía muy avergonzada.
El príncipe tomó la mano de Cenicienta.
“Señorita, por favor, míreme”, pidió él de manera amable y cuando ella levantó la cabeza, él vio sus ojos verdes, supo que era la mujer de la que él se había enamorado en el baile.
Ellos estarían casados para la siguiente primavera y pasaron el resto de sus vidas riéndose cada uno de los chistes del otro.